Siete martes, de El Chojin

Toda historia necesita de dos partes si se quiere encontrar una suerte de síntesis, que es de lo que se trata en cualquier entramado que se aventure en el territorio del mimetismo emocional. No es cuestión de resaltar este tipo de narraciones duales frente a la primera persona. Porque también la subjetividad absoluta tiene su punto para descubrir el mundo desde nuevos prismas. Casos como «El guardian entre el centeno«, con esa rabiosa soledad hecha abismos, Tom Sawyer y esa aventura vital extrema o hasta el mismísimo Dante recorriendo cielos e infiernos. Obras maestras donde la voz directa del protagonista nos arrebata.

Y sin embargo en historias como esta «Siete martes» de El Chojin hay algo de exorcismo, de confesión, de terapia para esos personajes solitarios o para cualquier lector. Porque Caro y Edú somos nosotros sentados en el diván, empeñados en desnudarnos por dentro frente a ese personaje que nos analiza a fin de ser chivo expiatorio, elemento externo a nuestra vida que no ha de enjuiciar sino de valorar con la asepsia de la psique hecha ciencia.

Pero las confesiones transforman en depositarios del alma a los psicólogos a poco que se de pie a atravesar los umbrales de lo profesional. Y ahí Edú quizás peque de saltarse algún que otro artículo del juramento hipocrático. O acaso no sea el profesional sino la persona quien acaba cobijando el alma de Carol. Porque… ¿Dónde acaba el doctor y dónde empieza la persona?

Entre muchos otros pacientes, solo Carol, con sus aires de frivolidad esculpida al frío marmol, acaba por despertar esos resortes que desatan las emociones de Edú. Llámalo atracción o llámalo esa extraña sensación, ese don de algunas personas para que les des todas tus respuestas sin que te formulen ni una sola pregunta.

Secretos que se resquebrajan poco a poco, lastres morales y sociológicos que aún perduran y que llegan incluso en la comunicación no verbal que analiza con profesionalidad el psicólogo encargado de sacar todos los miedos que atenazan tanto a Carol como los deseos capaces de romperlos. Equilibrios imposibles pero demasiado comunes en nuestros días.

Una historia a dos tintas incluso en su presentación. Rojo y negro como dos colores que quizás simbolicen sangre y oscuridad, tal y como se pintan las paredes en las profunidades cavernosas del alma. Una historia de un encuentro fraccionado, casi epistolar, como los trazos del destino en su empeño porque las cosas ocurran.

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