A prueba de fuego, de Javier Moro

A prueba de fuego
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Nueva York fascina aún más cuando se acaba por visitar. Porque es de los pocos lugares que no solo mantiene las expectativas sino que las supera incluso. Sobre todo si puedes descubrirlo con buenos amigos residentes en todo el cogollo de la ciudad.

No, NY nunca decepciona. Y eso que todos desplegamos sobre esta gran urbe inabarcables imaginarios saturados entre el cine, la literatura y la historia. Todo en Nueva York cumple las espectativas en cuanto a su amalgama de culturas, sus contrastes entre barrios, el apabullante downtown de Manhattan y la sensación de transitar por un mundo como irreal, fantástico.

Un espacio que asalta todos tus sentidos desde la vista hasta el olfato. Un escenario gigantesco, adornado con todos los trampantojos posibles en forma de rascacielos, luces y personajes para que te sientas dentro de la película de turno.

Y luego está la realidad de la ciudad, el cómo se hizo. Sobre la historia de Nueva York y sus infinitas interioridades hay muchos libros interesantes. Recuerdo «Las catedrales del cielo» sobre los indios mohawks y su temeridad innata para construir rascacielos a precio de saldo. O «El coloso de Nueva York» del doblemente Pulizter Colson Whitehead.

En esta ocasión Javier Moro recupera la historia de un ilustre español (otro más entre la pléyade de grandes tipos que la memoria de Nueva York acaba devorando). Se trata de Rafael Guastavino.

Nueva York 1881: en uno de los barrios más populares malviven el pequeño Rafaelito y su padre, Rafael, un reputado maestro de obras valenciano que lucha por demostrar su talento en la gran urbe. Lo acecha la ruina absoluta.

Pero gracias a su genio infatigable, ese hombre alcanzará fama y fortuna al construir los edificios emblemáticos que han dado su perfil a Nueva York. Javier Moro nos presenta al singularísimo Rafael Guastavino, un auténtico genio de la construcción que deslumbró a los grandes magnates norteamericanos, conquistados por las técnicas que empleaba en sus obras para evitar los incendios, el mayor mal de las megalópolis del siglo XIX.

Tuvo una vida jalonada de éxitos: de su estudio salieron construcciones tan «neoyorquinas» como la Estación Central, el gran hall de la isla de Ellis, parte del metro, el Carnegie Hall o el Museo Americano de Historia Natural.

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