En ocasiones parece como si Samanta Schweblin y Mariana Enriquez fueran la misma persona. Ambas porteñas, escritoras y prácticamente coetáneas. Las dos narradoras intensas de relatos y novelas transgresoras en fondo y forma. ¿Cómo no sospecharlo? Cosas similares se han visto en recientes escritoras como Carmen Mola o Elena Ferrante…
Nociones conspiranoicas aparte, vamos con la obra de Mariana Enríquez. Y la cosa es que ciertos abordajes dan vértigo. Porque la literatura de Mariana tiene una intensidad sostenida desde que a sus tiernos 19 años ya compusiera su primera novela «Bajar es lo peor», una historia que marcó a toda una generación en Argentina.
Desde entonces, Mariana se deja llevar por escenarios terroríficos, por fantasías espeluznantes, como un Edgar Allan Poe transmutado a estos días inciertos, por momentos más siniestros que los suyos. Y desde esos escenarios, Mariana sabe combinar ese existencialismo sorprendente, fatalista y rezongante, empeñado en echar por tierra cualquier atisbo de esperanza. Solo así pueden sus personajes brillar por momentos, en destellos de humanidad, de amarga lucidez cegadora.
3 mejores libros de Mariana Enríquez
Un lugar soleado para gente sombría
Quizás sean estos los mejores tiempos para el relato. La brevedad se impone. Series en lugar de películas y relatos en lugar de novelas. Antaño era la obra literaria gruesa la que triunfaba, exhibiendo la sabiduría y erudición del autor de turno. Pero hoy toca ser breve, conciso, intenso y capaz de la transformación del lector con las pinceladas más impresionistas.
Y en eso Mariana ya saca varias cabezas de ventaja a muchísimos otros escritores. Como muestra este botón, un volumen salpicado de pequeñas grandes historias. Un libro top en cualquier librería que se precie.
En uno de los cuentos, una mujer mantiene a raya a los fantasmas que andan sueltos por un barrio periférico de Buenos Aires; entre ellos, los de su madre muerta de una dolorosa enfermedad, los de unas adolescentes asesinadas en la calle, el de un ladrón pillado en pleno robo y el de un chico que huía de un secuestro exprés.
En otra historia, una pareja alquila una casa para unas vacaciones en un pueblo que ha ido perdiendo habitantes desde que el tren dejó de pasar; visitan en la estación abandonada la exposición de los perturbadores lienzos de un artista local, pero lo verdaderamente aterrador será conocer al autor de esas pinturas. En otra pieza, los voluntarios de una ONG que reparte comida por barrios marginales son perseguidos por unos niños de pavorosos ojos negros.
En otra, una periodista que investiga la historia de una chica desaparecida en un hotel en Los Ángeles, cuyas espeluznantes imágenes recorrieron internet, acaba enfrentándose a otra leyenda de la ciudad…
Después de su monumental y aclamada novela Nuestra parte de noche, Mariana Enríquez vuelve al relato y demuestra que sigue en plena forma como gran continuadora y renovadora del género de terror, al que ha llevado a las más altas cotas literarias. Partiendo de la tradición -desde las novelas góticas hasta Stephen King y Thomas Ligotti-, la escritora explora nuevos caminos, nuevas dimensiones.
Nuestra parte de la noche
La mágica mezcla entre lo gótico, lo fantástico y ese realismo crudo que bordea lo existencialista, adquiere en esta novela cotas de fascinante sorpresa.
Bajo esa noción de la road novel en la que el viaje facilita la exposición de motivos de todo autor, Mariana nos mete en el asiento de atrás de un coche con destino al norte de Argentina. Delante encontramos a Gaspar y a su padre, miembros relevantes de una secta en la que ya no creen encajar del todo.
Porque de la misma forma que una crisis personal puede conducir a una persona a este tipo de siniestras congregaciones, también una gran pérdida puede acabar por empujarlos fuera, como en este caso. Solo que ya se sabe que salir de según que sitios es más difícil que darse de baja de una compañía telefónica (por ponerle un punto de humor).
En la Orden, Gaspar tenía su rol muy bien determinado. Porque él apuntaba al médium perfecto, al más dotado para elevar los rituales hasta niveles máximos de conexión con la eternidad. No es de extrañar que así sea considerado Gaspar, porque los orígenes de la Orden entroncan con su rama materna y él es heredero de virtudes insospechadas más allá de nuestras dimensiones cotidianas.
Subidos al coche hacia la liberación de la pesada carga de un Gaspar al que pretende salvar su padre, vivimos recuerdos de la madre trazados como una crónica de días duros de la Argentina del siglo XX.
Con la extrañeza de un espejo deformante, los miedos y recelos del padre e hijo que huyen se combinan con horrores oscuros de magia negra, con terrores mucho más reales sobre lo vivido por la madre ausente.
Porque el devenir de los tiempos ofrecen ese vistazo espeluznante hacia el pasado, en el que las sombras se cernían no solo sobre una secta centenaria sino también sobre un mundo con graves problemas sociales y políticos, quizá utilizados por los más sectarios poderes de gobiernos reales.
Las cosas que perdimos en el fuego
Cuando un relato se reviste de lo onírico o lo fantástico, pasa a ser un cuento. Y cuando un cuento acaba por desnudar miserias, ofrecer fogonazos intensos que queman el alma, y acaba sentenciando con moralejas echas polvo como huesos en el fuego, el cuento se transforma en crónica del desastre.
Porque esta autora nos conduce, en estos once relatos, por la perturbadora idea de la destrucción, revestida en cada escenario con su nuevo vestido de gala para cada último baile.
Con una especie de morbo lector que nos hace observar el desastre con la intensa sensación de fortuna de andar libres de culpa, cada historia ahonda en obsesiones y miedos, en repudio de lo social, en animadversiones enfermizas, pero también en lo risible de nuestro devenir, en el fulgor de la magia a la que nos entregamos como religión cuando nuestra imaginación desborda nuestra realidad vencida hacia la hecatombe.
La decadencia tiene jugo y encanto para una narradora como Mariana que sabe entresacar las imágenes más potentes, esas que nos conducen a una empatía inimaginable con tantos personajes sumidos en la perdición, en la culpa, en una rutina que los devora, en filias o fobias hechas psicopatías entre lo hilarante y lo sobrecogedor.
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Este es el mar
Un relato del fenómeno fan desde dentro, desde la parte más profunda que convierte a los ídolos en el sustento vacío de las vidas más desangeladas. Más allá de la euforia, de la música como forma de vida, de los mitos ensombrecidos y las leyendas, carne de cañón de la vitalidad juvenil convertida en desencanto. Claro está que la banda Fallen no es Back Street Boys.
El mensaje es bien distinto. La juventud es un calendario frenético que quemar, porque todo lo que viene después es la caída. No se trata de enjuiciar a los mensajeros de la decadencia, músicos como Kurt Cobain o Amy Winehouse, se trata más bien de observar a una juventud fascinada con la autodestrucción que encuentra en letras y sintonías los acordes de su partida hacia el infierno.
Vista la juventud como una tendencia fan hacia un final anticipado, Mariana Enríquez nos presenta a Helena, seguidora acérrima de los Fallen y sus cantos de sirena hacia la combustión espontánea de la juventud. Se puede amar hasta el extremo, hasta lo parasitario del alma. El polo del odio se encuentra en ese último peldaño del sexo como química esencial. Se puede escuchar música, solo música, pero sabiendo que cada acorde es una invitación a la muerte.
Todo depende de un sentido como el oído, tan influenciable hacia la mayor de las hermosuras o la peor de las pesadillas. La gloria de Helena sería encontrarse con esos ídolos en una única gira con gusto amargo a despedida de todo.
Porque la realidad puede dejar de existir, todo problema puede encontrar en la soledad y el aislamiento la respuestas nihilista hacia el olvido. Y de ahí que Helena solo busque eso, su encuentro con sus ídolos, de los que sabe todo y a los que pretende entregar su vida como recompensa por ser los únicos que han sabido acunar sus miedos y renuncias.
Fallen y su música como coartada para vivir al límite. Referencias a muchos de aquellos que componían, cantaban y vivieron en consecuencia con su trágica perspectiva del mundo.
La química esencial, el desmadre de las neuronas y hormonas. Juventud, oro y oropel. Sueños consumidos por la desidia en pleno siglo XXI. Helena, fan de la destrucción convertida en música de mensajes tétricamente cautivadores…
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