Actualmente, un gesto habitual entre la amistad, la confianza y la buena vecindad puede ser el de recoger al hijo de un amigo. De hecho, cuando esta novela despega parece que va a moverse por algún terreno intimista en torno a la amistad, o el amor o algún tema de estos más ligeros.
Nada que ver, por supuesto, lo que se anuncia como un thriller acaba siendo exactamente eso, un triller doméstico donde Stephanie se encuentra con la custodia del hijo de su amiga Emily y sin rastro alguna de ésta. La primera sensación es la de compartir ese estrés por saber qué es lo que pudo haber ocurrido con Emily. Mientras Stephanie pretende mantener al chico ajeno a los extraños aconteceres, empieza a buscarla por donde supuestamente debiera haber estado. De entrada, la puesta en conocimiento de los hechos ante la autoridad, no parece ofrecer resultados. En ocasiones, para la policía todo es cuestión de tiempo y de indicios. Y en la desaparición de Emily no encuentran todavía motivos suficientes para la alarma.
El primer gran giro de la historia, el instante crítico donde todo cambia del gris al negro se nos viene encima cuando Stephanie consigue ponerse en contacto con Sean, marido de Emily. Lo que Sean tiene que contarle transforma la situación en un escenario donde Stephanie se encuentra sola y desamparada, a la guardia y custodia de un pequeño cuya madre parece haberse tragado la tierra.
El chico quiere saber qué pasa con su madre, no menos que la propia Stephanie. El camino hacia la verdad se presenta a cada paso como un truculento laberinto de dudas, incertidumbre y oscuros presagios. Stephanie lamenta haber cedido a ese favor que la ha lanzado hacia el anunciado y singular thriller, un miedo a un entorno que torna de la irrealidad a la sorpresa, con la sombra del peligro acechando en cada momento. La vida como una mentira es el mejor argumento para embaucar a cualquier lector.
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