Sueños de actor





Todo empezó con la primera película de Superman. La vi un sábado noche en la plaza del pueblo, cuando yo era niño y todavía se llevaba el cine al aire libre. Gracias al gran superhéroe empecé a soñar con llegar a actor. Le pedí a mi madre que me comprara un calzoncillo rojo, me lo puse sobre mi pijama azul y salí a volar por las calles. Los que me veían pasar sonreían diciendo: “Este chico apunta maneras”.

Después trajeron la película “ET” y para conseguir un extraterrestre igual, tuve que esquilar a mi perro Capitán Trueno. Lo subí a la cesta de mi bicicleta, lo cubrí con una sábana y pedaleé toda la tarde sin descanso, esperando que mi chirriante BH ascendiera hasta el cielo estrellado.

Cuando exhibieron “Tarzán” no me fue tan bien; todos los vecinos acudieron a casa de mis padres para que me prohibieran deambular por ahí gritando y golpeándome el pecho durante las horas de siesta.

Al cumplir los veinte, seguía empeñado en ser actor y  decidí marchar a la gran ciudad. En mi equipaje incluí: el disfraz de superman, que a esa edad ya me quedaba ajustado como al auténtico; el acartonado taparrabos de Tarzán; la máscara de El Zorro y su traje negro que, a falta de capa a juego, combinaba con la roja de superman.

Salí de casa vestido de Indiana Jones, con el látigo aferrado a mi cinturón y con mi firme convencimiento de alcanzar la cima del cine. Desde el jardín, un anciano Capitán Trueno me despidió con ojillos tristes mientras subía al autobús.

Me apunté a muchas pruebas, miles de ellas, hasta que al final me llegó la oportunidad para materializar mi sueño.

Como ocurriera en el pueblo, ahora mis películas se emiten también por la noche, pero en salas repletas de un público enfervorizado con mis papeles de El Zorro, Indiana Jones o Superman X.

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