La mayoría de las grandes historias, épicas y transformadoras, trascendentales y revolucionarias pero siempre muy humanas, parten de la necesidad frente a la imposición, de la rebeldía o del exilio en defensa de los ideales. Casi todo lo que merece la pena contar transcurre cuando el ser humano da ese salto sobre el abismo para divisar con claridad que todo se siente más relevante con el espaldarazo de la posible conquista. No se puede vivir más que una vida, como ya apuntaba Kundera en su forma de describir nuestra existencia como un boceto para una obra vacía. Pero contradiciendo un poco al genio checo, queda el testimonio de los grandes aventureros frente a la imposición, e incluso la tragedia, como la manera de vivir con tal intensidad que parezca que se vive, al menos, dos veces.
Y a ello se ha puesto nada más y nada menos que Isabel Allende, recuperando a su compatriota Neruda, quien al divisar la bahía de Valparaíso con los miles de exiliados españoles cerca de sus nuevos destinos a construir, transcribió la visión como: «ese largo pétalo de mar y nieve».
Es lo que tiene la épica de la supervivencia. La llegada a Valparaiso en 1939, desde la España prácticamente vencida por Franco, suponía una misión terminada para el poeta. Más de 2.000 españoles concluyeron ahí una travesía hacia la esperanza, liberados del miedo del autoritarismo que empezaba a nacer entre las costas del Atlántico y el Mediterráneo.
Los elegidos para la narración de Allende son Victor Dalamu y Roser Bruguera. Con quienes inciamos la salida desde el pequeño pueblo francés de Pauillac a bordo del mítico barco Winnipeg.
Pero no todo es fácil, la escapada necesaria de tus orígenes produce el desarraigo allá donde vayas. Y pese a la buena acogida en Chile (con sus reticencias en ciertos sectores, por supuesto), Victor y Roser siente esa desazón de la vida perdida a miles de kilómetros. La vida de los protagonistas y el devenir de un Chile que también vivía sus tensiones en un mundo condenado a la Segunda Guerra Mundial, conflicto en el que Chile acabaría por mojarse, impelido por la presión de Estados Unidos. El Chile que ya sufrío lo suyo en la Primera Guerra Mundial, todavía acongojado por el terremoto de ese mismo 1939.
El protagonismo de los exiliados fue efímero y pronto tuvieron que buscarse la nueva vida. La rémora de la pérdida de los orígenes siempre lastra. Pero una vez encontrado el nuevo sitio, lo propio se empieza a ver con un extrañamiento que puede romper hacia cualquier lado.
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