Aaron Falk odia sus orígenes. Pero siempre existe un motivo para esa animadversión que te puede hacer echar la vista atrás con absoluta repulsa. Al fin y al cabo lo que eres es en gran medida lo que fuiste con las gotas precisas de lo que aprendiste a ser.
La excusa de Falk para el odio a su tierra, una comunidad al sureste de Australia, la explicita en mil excusas sobre su pobreza endémica, sobre lo agresivo de su clima abrasador y sobre la tristeza de sus gentes. Pero siempre hay algo más hondo que te puede llevar a odiar el espacio en el que pasaste tus primeros años, aquellos en los que debiera habitar como un viejo fantasma la única felicidad completa y posible.
Aquella remota felicidad suele tener la apariencia de los viejos amigos. Aaron Falk tenía en Luke Hadler a ese compañero sobre el que evocar los pocos momentos de felicidad rescatados de su tierra madre seca. Cuando Luke muere junto a toda su familia en un infausto caso que apunta al parricidio, Falk no rehuye esa parte de responsabilidad que siente como investigador que es y como amigo inseparable que fue.
Nadie en Kiewarra puede sostener la mirada en Falk sin manifestar un atisbo de repudia. Los años pasan y el imaginario popular, en lugar de rebajar la condena social, parece haber sostenido el odio a falta de otro quehacer.
Falk no está cómodo, desea entresacar algo de luz en la muerte de Luke y salir pitando de ahí en pocos días. Los padres de su amigo lo convencen para que no los abandone. Ellos intuyen una verdad soterrada que se les escapa, y que, a falta de devolver la vida de su amado hijo, podría al menos limpiar su nombre.
Trabajar entre emociones intensas es algo nuevo para Falk, acostumbrado al método empírico, a la persecución de malhechores empeñados en defraudar al estado y a sus ciudadanos. La muerte de Luke no tiene nada que ver, pero los primeros y más leves indicios llegan a su olfato de investigador y acabará sucumbiendo al aroma de la mentira, de lo oculto, del mal en definitiva, siempre empeñado en destruir y engañar…
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