El pasado es un espacio brumoso que la Historia se empeña en relatarnos, pero donde nunca se alcanza la verdad última de los acontecimientos ya vencidos. Ahí es donde se deslizan perfectamente historias como esta «La tierra del odio«, con su escenografía de bruma extraña entre los pies, sobre los pasos dados en un terreno de relieve indescifrable. Un mismo lugar donde por momentos parecen interactuar personajes de diferentes épocas. Cada cual con su verdad, cada cual con sus remordimientos, culpas, penas y venganzas consumadas.
En «La tierra del odio» también descubrimos que el pasado es un mosaico compuesto de intrahistorias que ocupan su lugar, entre los sucesos conocidos de un lado y los mitos y leyendas del otro lado. La intrahistoria que se relata en esta novela tiene ese gusto a lo atávico, al miedo ancestral que empapa vidas y vivencias de los habitantes de cualquier lugar. Todavía más sí se trata de un escenario de aquella España del siglo XX salpicada de contrastes. Entre iconografías religiosas, oscurantismo, superstición y temores tanto al Dios vengativo como al Diablo tentador…
Me viene a la memoria un pequeño pueblo del Moncayo, Trasmoz, el único pueblo excomulgado oficialmente por la Iglesia. Las maldiciones se encargan de estigmatizar no solo este pequeño pueblo moncaíno sino muchos otros. Pero lo más curioso es que, al final, el único miedo cierto es el que hay que tener a los vivos, no ya a los que están muertos y a sus fantasmas. Al menos eso decía mi abuelo.
Lo digo porque toda maldición se alimenta siempre de animadversión humana, de odios fatales, de venganza, de sangre y de juramentos. Y aquí es donde engarza de nuevo el argumento de «La tierra del odio». Porque ese es el caldo de cultivo perfecto para que lo peor de lo humano aflore. Y su máxima representación es una guerra, más aún una Guerra Civil. Durante este conflicto fratricida y aun después, el hermano vencido reclama venganza y el hermano vencedor pretende sumir en la ignominia a la sangre de su sangre. La noción de lo cainita como una fuerza capaz de destapar al peor monstruo de lo humano.
Lo más atroz al final trata de ocultarse, de sepultarse bajo la tierra de la memoria colectiva. Pero queda, siempre queda la tierra del odio, esta tierra que nos presenta aquí Ricardo Hernández. No hay motivo más fuerte que ese odio para el crimen pasional, para el arrebato violento, para el anhelo homicida.
Si estos fundamentos, bien claros en esta historia, son capaces de despertarnos el espanto, le añadimos la duda del mito, del posible miedo atávico como una fuerza entre lo esotérico y lo telúrico, capaz también de componer el escenario perfecto para que el mal campe a sus anchas.
Muchas sorpresas, de las que despiertan el escalofrío y remueven por dentro, nos esperan en esta novela de composición en oscuros tonos polícromos. Porque la trama va de miedo, de terror, de ese extraño frío de vivir cuando el mal acecha como una gélida corriente.
Sensaciones que se extienden y prolongan entre saltos temporales que no hacen sino afianzar la idea de que puede haber lugares malditos donde el ser humano enloquece. O donde las personas pueden ser conducidas hacia su peor versión por las fuerzas más insospechadas.