Si algo adolece es que produce dolor, o que le falta mucho para llegar a ser, o que peca de defectos antes de su culminación. Etimología que apunta a la transición de infancia a madurez como tortuoso camino. Esa madurez después de la crisálida que muchas veces apesta a falsedad y formalismo frente a la más auténtica y bastante más veces comprometida adolescencia.
No es cuestión de melancolías de juventud. Dame mis taitantos y déjame de granos. Pero sí es cuestión de reconocer que tampoco se está tan mal entre los 12 o 13 años y los 18 o 35 (dependiendo de cómo esté la cosa de la emancipación). Y que el etiquetado fácil de la adolescencia, y sus extraños habitantes, es un lugar común para hacer humor; para ridiculizar; o para echar el peso del mundo sobre los hombros de los jóvenes. Unos jóvenes que bien podrían llevar este mundo sobre sus espaldas mientras van mirando el móvil por la calle (como casi todos, por cierto).
Y ya que ponemos etiquetas, pongámoslas bien gordas, ¿verdad, amigos de Netflix? Etiquetas que no dejen ver el producto final. Hipérboles para que pensemos que todos podemos tener un Dahmer en casa (otra serie de Netflix sobre aquel carnicero psicópata, en este caso ya sí, sin hipérboles ni gaitas).
Adolescencia es una serie de 10 en interpretaciones. Una pequeña gran serie favorecida por un guion de primorosa naturalidad. Un avanzar de la narración que respira y transpira, que tiene tacto y que colma de sensaciones y de profundas ideas que nos llegan desde fluidos diálogos. Todo un acierto para que escenas de largo minutaje en un pequeño espacio, ya sea en una sala de interrogatorios o de terapia, en una furgoneta, o en un aula, nos atrapen como la más fastuosa de las escenas de Hollywood. Un prodigio conseguir mantener la atención de millones de espectadores en tiempos de brevedad y fugacidad.
Pero, en el fondo, Adolescencia no me ha gustado. Por aquello de la hipérbole que busca ser enseñanza, de la exageración que trata de concienciar. Como si todo el monte dejara de ser orégano para convertirse en un espinoso paisaje de cardos borriqueros. O peor, la adolescencia como un campo de minas que todos debemos cruzar. No pongo en duda que la exposición de los adolescentes al mundo ya no es lo que era. Y que la cosa tiene sus riesgos. Porque esta versión digital del mundo de Adan y Eva, actualmente la habría firmado más Asimov que Dios. Y seguramente cambia el paradigma en un importante periodo de transición del ser humano.
La responsabilidad en el buen uso de Internet y los padres desquiciados, achicando agua en el proceloso océano. Jamie es un adolescente. Pero es, sobro todo, Jamie. No podemos hacer de su personaje ejemplo y proyección de toda la adolescencia. Porque si así fuera el apocalipsis habría llegado conforme los primeros Jamies (nativos digitales) hubieron cumplido los 16 años. La psicopatía de Jamie no es solo producto de las redes y del acceso desaforado a Internet. Algo más estaba ahí latente en el chico. Porque el homicida, el Caín, el criminal infantil, seguramente lo sería también cambiando Instagram en el siglo XXI por una mala tarde a las canicas en los años ochenta del ya remotísimo siglo XX…
Los padres de Jamie nos invitan a pensar qué es lo que hicieron ellos mal. Y ahí los guionistas nos aportan la esperanza debajo de la gigantesca etiqueta. ¡Ey, amigos! No sacrifiquéis a vuestros hijos adolescentes como estuvo a punto de hacer Abraham. Siempre puede salir algún hijo bueno, al 10% o 20% de probabilidad, como mucho…