Las cenizas y las cosas, de Naief Yehya

Las cenizas y las cosas, de Naief Yehya
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En el fondo todos somos un poco Ignatius Reilly deambulando por la vida con nuestras películas producidas y guionizadas por nuestra subjetividad y también con nuestras miserias más recalcitrantes. Desde que Ignatius llegó a la literatura moderna como el Quijote de nuestros días, el surrealismo de vivir se ha abierto a muchas nuevas propuestas que trasiegan por esa filosofía de la nada, de la vanagloria, de la imposibilidad de alcanzar las cotas de gloria que nuestro espíritu insufla en un alma limitada por el aire que cabe en nuetros pulmones.

Villanos con la cercanía humana necesaria para convertirse en héroes. Perdedores tan conectados a nosotros que acabamos deseando su esperpéntica gloria. Personajes al fin y al cabo que pueden habitar en novelas policíacas recientes como Olegaroy, de David Toscana o en una novela de humor ácido e inteligente con tintes existencialistas de hiriente realismo como Las cenizas y las cosas.

El mundillo de la literatura está sembrado de escritores en ciernes que nunca llegan a esa meta teórica que es el éxito. Y en esa tierra de nadie es donde encontramos a Niarf Yahamadi, un exótico narrador entre mexicano e iraní con las habituales ínfulas del escritor que se entiende necesario para explicar el devenir del mundo. Solo que el mundo todavía no le escucha con demasiado interés y su literatura se pierde en el limbo de la intrascendencia.

Hasta que desde la lejana localidad de San Ismael (tan lejana que parece otro mundo respecto al New York en el que se pierde el protagonista) lo invitan a inaugurar un auditorio. Para más desconcierto, además se le indica que dicho espacio llevará su nombre.

Parece ser que los ecos de sus trovas gritadas al mundo saltaron las fronteras y acabaron arraigando en otro lugar. Pero el asunto es tan extraño que Niarf se pensará dos veces qué pinta el ahí, guiado por una extraña carta que lo convoca a la gloria.

Los golpes de suerte pueden ser así, extraños, inesperados. Así que empujado por la curiosidad, Niarf acaba viajando hasta un lugar en el que finalmente nadie lo espera y cuya presentación en el lugar de la cita desconcierta e incomoda.

Puede que se trate de uno de esos sueños de éxito del eterno aspirante a escritor, una vocación que puede llevarte años, una vida entera (y cuyo mayor logro pueda residir precisamente en ese tiempo de inercia que ocupa la vida en una obra, por pequeña que esta sea). Porque San Ismael va configurándose como una pesadilla pra Niarf, un epicentro para el apocalipsis de la realidad. La sima del pacífico para decicir empezar la destrucción del mundo desde ese lugar.

Sin saber muy bien cómo ha conseguido escapar de ahí (tal que el despertar de un sueño como única salida), Niarf retoma el camino a casa, ese New York en el que seguir siendo nadie mientras se espera el verdadero golpe de suerte. Solo que las pesadillas suelen encadenarse con falicidad y el viaje aún no ha terminado.

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