Generación perdida

Nos equivocamos. Qué se le va a hacer. Pero lo hicimos adrede. Nos llamaron la generación perdida porque nunca quisimos ganar. Aceptamos perder antes incluso de haber jugado. Fuimos derrotistas, fatalistas; caímos en el facilis descensus averni de todos los vicios en los que gastar nuestras vidas. Nunca nos hicimos viejos ni decadentes, siempre estuvimos tan vivos… y tan muertos.

Solo hablábamos del hoy porque era lo que nos quedaba, todo un inmenso hoy de juventud, vitalidad y sueños desterrados, agotados, extirpados con la cirugía de las drogas. Hoy era otro día que quemar en la rápida combustión de la vida. Tu vida, mi vida, tan sólo se trataba de tiempo que calcinar como hojas de un calendario frenético.

¿Rectificar? Era de cobardes ¿Aprender? Mejor olvidar ¿Concienciar? Tenemos nuestra escuela de la autodestrucción, no pudisteis concienciarnos.

Sin duda alguna, nuestro fundamento se basaba en la famosa y repetitiva espiral de la autodestrucción; parece estúpida, ilógica, nadie tira piedras contra su tejado, nadie excepto nosotros. Nos encantaba tirar piedras contra nuestro tejado, mear contra el viento y tropezar cientos de veces sobre la misma piedra. Nos dijeron “no” y nosotros protestamos con un rotundo “sí”; contracorriente hemos ido siempre y contracorriente morimos ahogados en nuestro indolente orgullo.

Nunca nos entendisteis, no tratéis de hacerlo ahora, olvidaros de nosotros y de los que vendrán, de nuestra escuela, detrás. Somos un número de bajas estimadas de antemano, somos la más perdida de las causas, la más nihilista de todas las corrientes, es filosofía, simplemente filosofía, nada más.

La perspectiva de la perdición era la más cómoda de las posiciones, era la inercia, la fuerza centrípeta alrededor de la mierda, el universo de los rebeldes más desangelados, todo lo que nosotros, cegados voluntarios, queríamos ver. En algún sitio debía estar la luz, ¡pero que nadie la encienda! Simpatizábamos mejor con la oscuridad que siempre había reinado en nuestras vidas; siempre, desde aquella vez, desde aquel día recóndito en que dejamos de creer, de creer en cualquier cosa.

En este hoy echo de menos una puerta, una puerta que hubiera dejado abierta. Todos aquellos que fuimos ya se han ido. Ser el último no me parece una heroicidad, ni me hace pensar que estuve equivocado. Ya sabéis, rectificar era de cobardes; pero ¡echo tanto de menos el haberme dejado una puerta abierta!

Una puerta ¿Para qué? Para no estar encerrado en justificaciones constantes de que no estuve equivocado, para no tener que estar desahogándome enjaulado pensando, sino abriéndome y contándoselo a alguien. Quisiera una puerta para no tener esta cuerda que llevo en mis manos, una puerta es una salida, una vida nueva, una oportunidad, una alternativa que nunca nos quisimos permitir la generación perdida.

Un poco harto si que estoy, ya no soy tan joven ni tan vital. Hoy (Como siempre, vuelvo a pensar solo en hoy), estoy con la gruesa cuerda entre mis manos, miro al travesaño, lanzo la cuerda sobre éste, me subo a la silla y ato el extremo de la cuerda firmemente a su otro lado, ya la tenía medida, uno de los pocos actos premeditados que he hecho nunca.

He pasado mi cuello a través del nudo de la horca y me lo he ajustado sintiendo un agudo escalofrío. Tan sólo me falta empujar la silla y el estómago se me ha hecho un nudo, las rodillas me tiemblan y me atraviesa las entrañas de arriba abajo una profunda melancolía. De nuevo ansío una puerta abierta, me colocaría en su umbral, haría un reverencioso gesto para despedirme, mirando de frente al pasado que dejaría ahí encerrado. Después, asegurándome de que todo aquello se acabó, pegaría un sonoro portazo. En vez de eso, termino soltándome de la silla, ya es demasiado tarde para rectificar, como siempre en la que fue mi vida.

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