El berlinés Sebastian Fitzek nos ofrece un regalo del suspense más inquietante, esa variante que frisa lo excepcional, casi lo paranormal. Una idea en la que Fitzek suele abundar desde aspectos mentales, psiquiatricos, con sus laberintos y sus giros imprevisibles en ese fondo del alma humana sobre la que la psique levanta sus trampantojos hacia la supervivencia.
Todo en nuestro cerebro está interconectado. Y cuando una de las famosas secciones encargadas de alguna misión sufre algún deterioro, por el motivo que sea, la carencia se acaba supliendo poteciándose otras posibilidades que nuestro propio cerebro alberga con esa especie de sabiduría genética ancestral. El protagonista de esta novela tiene sus limitaciones, a falta de descubrir sus posibilidades de superación.
El detonante puede ser cualquier cosa. Pero es entonces cuando parece que las piezas del puzzle del destino encajan. Las casualidades, sumadas, van escribiendo un guión para el que hay que estar preparado, ya sea para bien o para mal.
Milan es un hombre inteligente y creativo, pero tiene un problema. Después de una peligrosa operación a la que fue sometido en su adolescencia, ha perdido la capacidad de leer. Mientras se dirige en moto a una de las fiestas en las que trabaja como camarero, ve a una joven adolescente dentro de un coche con un papel pegado a la ventanilla pidiendo socorro. Asustado, Milan la sigue, pero poco después, cuando éste se detiene frente a una casa, lo que ve es una escena absolutamente normal en la que un matrimonio y su hija, cargados con la compra, bajan del coche.
Milan decide olvidar lo ocurrido. Desconoce que su peor pesadilla no ha hecho más que empezar.
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